Dice la jurisprudencia humana: «Toda persona es inocente hasta que se demuestre lo contrario». Dice la jurisprudencia divina: «Toda persona es culpable hasta que se demuestre lo contrario».

No es fácil encontrar a alguien que admita su culpabilidad. Cuando surge un conflicto o se genera una ofensa, «la culpa siempre la tiene el otro». Esta tendencia a acusar al prójimo la heredamos de Adán y Eva, nuestros primeros padres, quienes, tras desobedecer el mandato de Dios, se escondieron entre los árboles del huerto (ver Génesis 2:16-17 y 3:1-13). Nota las respuestas de ambos tras el requerimiento divino: Adán expresó: «La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí». Lejos de admitir su responsabilidad, ¡Adán culpó a Dios! Eva, por su parte manifestó: «La serpiente me engañó, y comí.». Ninguno admitió su desobediencia.

Y nosotros ¿somos acaso mejores? Hoy podemos ver por doquier el mismo comportamiento. «Yo no fui… yo no tuve la culpa, la tuvo él/ella…». Podemos escoger entre infinidad de «chivos expiatorios»:

  • La suegra.
  • Los cuñados.
  • La sociedad.
  • El árbitro.
  • El míster (entrenador).
  • El gobierno.
  • La empresa.
  • El director.
  • El médico.
  • El maestro.
  • El cura o el pastor.
  • La policía.

«Pero yo no tengo la culpa. Tengo mi conciencia tranquila». El mecanismo es siempre el mismo. Es más fácil culpar que reconocer; herir que admitir.

Escuché una anécdota acerca de un diplomático inglés en el siglo XVII que fue invitado por el rey de Francia a visitar el interior de una galera de remos, donde estaban los condenados por la justicia francesa. El diplomático inglés tenía autorización para dar libertad a quien escogiese de entre todos, como deferencia, honor y reconocimiento del gobierno francés. Con las manos atrás, y la característica flema inglesa, fue preguntando lentamente a los reos, uno a uno.

—Amigo, ¿qué hizo usted para ser condenado a esta terrible pena?

—Estoy aquí por un error judicial, ¡soy inocente! —Contestó el primero—.

—Vaya, lo siento. Continuó al siguiente.

—Amigo, ¿qué le trajo hasta aquí?

—Un amigo me traicionó. ¡Él debería de estar aquí!

—Vaya hombre, lo siento mucho.

Fue interrogando a cada reo y, curiosamente, todos se exculpaban de su responsabilidad por los delitos cometidos, culpando a otros. Así, el diplomático llegó a otro haciendo la misma pregunta.

—Amigo, ¿qué hizo usted para merecer esta terrible condena? A lo cual el reo le contestó:

—Acabé aquí por mi culpa. Considero justa esta condena, ya que maté a un hombre inocente. Solo he hecho lo malo en la sociedad. No soy digno de vivir. Estoy profundamente arrepentido.

Al escuchar a este condenado, el diplomático inglés se volvió al oficial del barco y al funcionario. Y alzando la voz, clamó:

—Este es el hombre que elijo. ¡Debe salir de aquí inmediatamente! No es justo que un hombre tan malo, esté en medio de tantos hombres buenos. ¡Podría corromperlos! Suéltenle las cadenas, ¡rápido!

Con cuánta razón expresó el Señor Jesucristo: «No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento» (Lucas 5:32 RVR1960).


Escrito por Antonio Rodríguez Zenni.


Imagen de la cabecera cortesía de Jan Antonin Kolar en Unsplash