Benji era un pequeño de corta edad, aunque especialmente vivaracho; de esos niños que te cautivan con sus ocurrencias y reacciones.

Acabábamos de hormigonar el camino de acceso a la finca rural donde vivíamos, cuando, minutos después, observamos a Benji circulando sobre él con su bicicleta, cubriéndolo de huellas.

Ignorando que habíamos sido testigos de su travesura se dirigió hacia nosotros. Aún las ruedas conservaban la huella del delito: estaban embadurnadas de cemento. Conociendo su ingenio, quisimos ponerlo a prueba.

—Benji, ¿has pasado con la bici por el camino recién hormigonado?

—¡No! —Respondió al instante—.

—Entonces, ¿por qué hay huellas de bicicleta? Te hemos visto cerca del camino.

—Fue un perro.

Conteniendo la risa como pudimos, preguntamos: —¿Por qué hay huellas de bicicleta y no pisadas de perro? Benji alzó sus ojos al cielo y, antes de cinco segundos, respondió con serenidad: —¡Fue un perro en bicicleta! La explosión de carcajadas fue unánime. Una vez más, Benji había demostrado su viveza para salir airoso de un apuro.

Aunque la travesura no tuvo mayores consecuencias —salvo la admonición a no mentir—, pues las huellas en el hormigón pronto se repararon, la respuesta de aquel niño dejaría otras huellas, estas imborrables, en nuestra memoria.

Hace unos días me encontré de nuevo con Benji. Es un joven trabajador y responsable. Al fijar mis ojos en él recordé la anécdota de la bicicleta.

Sin importar la edad, todos tenemos un instinto que, ante el dedo acusador, nos empuja a echarle la culpa «al perro de la bicicleta».

Cuando Adán tuvo que rendir cuentas por su fechoría, se las ingenió para buscar su propia excusa, culpando a la mujer, ¡y a Dios por habérsela dado! (Génesis 3:9-12). Desde entonces forma parte del ser humano escaquearse de sus responsabilidades, buscando cualquier chivo expiatorio que tenga a mano (aunque se trate de un perro en bicicleta).


Foto de or edri en Unsplash


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