LOS SOLILOQUIOS
Algunos soliloquios son altamente dañinos
Un soliloquio es la conversación que mantiene una persona consigo misma, como si pensase en voz alta. Erróneamente creemos que nuestros familiares, amigos o cónyuges son las personas con las que más hablamos, pero nada más lejos de la realidad. La persona con la que más hablamos al cabo del día es… ¡con nosotros mismos!
Nuestro futuro, nuestro destino, se gestiona en los departamentos de nuestra cabeza, por eso no son buenos cimientos los malos pensamientos. Lo bueno y lo malo se gesta en el corazón.
En Isaías 26:3 leemos: «Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera; porque en ti ha confiado». La NTV dice así: «¡Tú guardarás en perfecta paz a todos los que confían en ti, a todos los que concentran en ti sus pensamientos!».
¿En quién o en dónde se concentran tus pensamientos? Es capital plantearse esta pregunta porque la Biblia relaciona la paz interior con los pensamientos. «… En esto pensad […] y el Dios de paz estará con vosotros» (ver Efesios 4:8-9).
El pensamiento es un potencial catalizador o un bloqueador de los milagros de Dios. Es nuestra propia mente la que nos eleva al cielo o nos arroja al suelo.
Todos somos autores (ideamos guiones) y psicólogos (analizamos a las personas). Muchos soliloquios son los verdaderos orígenes de otros tantos problemas.
Cuando trazamos una ruta del futuro en nuestra imaginación, y la realidad nos lleva por otra, acabamos perdidos, decepcionados y atemorizados.
¿Nos decepcionan o nos decepcionamos?
La gran pregunta es: ¿hay gente que decepciona, o gente que se decepciona?
Ya deberíamos haber aprendido que muchos de nuestros pensamientos o razonamientos son como falsos profetas: ¡lo que dicen no se acaba cumpliendo! El «yo pensaba que …» ha destruido a millones de personas.
«Yo esperaba que…».
«Yo pensaba que…».
«Yo daba por hecho que…».
«Yo decía para mí…».
En muchos casos, la suposición es el camino a la decepción. Aunque tu propósito lo planea Dios, tu destino lo establecen tus pensamientos.
La arrogancia
Nuestra decepción no siempre es el resultado de lo que nos hicieron, sino de lo que esperábamos que nos hicieran. Y cuanto más alto sea el concepto que tengamos de nosotros mismos, mayores serán las expectativas, lo que esperaremos que el mundo haga por nosotros.
No existe peor cosa para quien le gusta ser honrado, que ser ninguneado.
«Espero que me saluden…».
«Espero que me abran la puerta del coche para entrar y salir de él…».
«Espero que me concedan honores…».
«Espero que me honren en los actos públicos…».
«Espero que me hagan hablar en público…».
«Espero que me reserven los mejores asientos…».
«Espero que nunca tengan que llamarme la atención…».
«Espero que me atiendan con amabilidad, mostrando el rostro más sonriente…». Los soliloquios
«Espero que no me hagan esperar…».
La arrogancia es la edificación más peligrosa, pues construye castillos en el aire. Cuando tenemos un alto concepto de nosotros mismos, generado por logros propios o engordado por halagos ajenos, podemos caer desde la altura donde creemos encontrarnos. Cuando establecemos en nuestra cabeza qué han de hacer otros, cómo tienen que tratarnos, cómo tiene que actuar Dios, o cómo deben ser las instrucciones que los siervos de Dios han de darnos, nos metemos en serios problemas ¡Nuestras rutas mentales pueden resultar letales!
El mal carácter es un terrible fármaco: lejos de curarnos, prolonga nuestras enfermedades espirituales, emocionales, mentales y físicas.
El ego es peligroso, así como la falta de alineamiento respecto a la verdad de quiénes somos (realidad). Muchos mendigos se creen príncipes, y a la inversa. La imaginación puede resultar tan decepcionante como un espejismo en tiempo de sed.
Napoleón Bonaparte decía: «Haríamos un gran negocio comprando al hombre por lo que vale y vendiéndole por lo que él cree que vale».
Tomado del libro Naamán. Una historia del siglo XXI.
Foto de Justin Veenema en Unsplash
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